Los Derechos de los Animales - Manel Cases

ADDAREVISTA 42

A lo largo de mis años —más de 30— en el animalismo activo no radical y respetuoso con las legislaciones, he ido escuchando en numerosas ocasiones un debate, siempre sostenido, que se desarrolla a distintos niveles según los conocimientos, nivel, y reconocimiento de sus participantes. Recuerdo un sonado encuentro entre dos filósofos: Jesús Mosterín (1941), catedrático de Lógica y Filosofía de la Ciencia en la Universidad de Barcelona, autor de Viva los Animales y José Ferrater Mora (1912-1991), catalán afincado los Estados Unidos en donde se exilió en el año 1947, casado con Priscilla Cohn, ambos profesores de la Universidad de Pensilvania, ambos fervientes defensores de los animales, y después seguidora de las doctrinas de su esposo. Fue realmente una ocasión difícilmente superable por la altura de sus razonamientos, conocimientos históricos y matización filosófica. Fue tan elevada que si bien, como es de suponer, los dos estaban a favor de adjudicar derechos a los animales, todos los asistentes quedamos en un mar de confusiones suficientes para incapacitarnos a emular y aplicar aquellas teorías. El hecho siempre me recordó, según me contaron, al vivido en la única ocasión en que Albert Einstein (1879-1955) dio una conferencia en la Universidad de Barcelona ante destacados científicos locales, que tuvieron que reconocer que poco o nada habían entendido de lo que aquel genio físico/matemático les explicó; como siempre, alguno de los asistentes tuvo la osadía de jactarse de que él —solo él— sí que lo había entendido.

El tema de si los animales tienen derechos o no se ha ido repitiendo cíclicamente pasando, como es lógico, por sesudos juristas y magistrados, que en ciertas ocasiones, y en razón de su cargo, han tenido que dictar sentencias. Sentencias que difieren notablemente de los criterios de los animalistas. Continúa la equivocada creencia —aplicación de las leyes actuales— de que en los conflictos en que intervienen animales, estos son como un bien material más, al que, en todo caso, hay que ajustarle un justiprecio, siempre que no incidan en una tipificación penal. Tenemos sentencias tan pintorescas como sorprendentes; no obstante también se encuentran otras más avanzadas que empiezan a aceptar que un animal puede sufrir física y psíquicamente, como reconoce el preámbulo de la segunda ley catalana de protección de los animales del año 2003, y, por lo tanto, el dolo ya es considerado de forma distinta. ¿Tienen derechos los animales? Jurídicamente ya hemos visto que no tienen ningún derecho pues tan sólo las personas, físicas y jurídicas, pueden poseer este derecho. Ahora bien, un derecho en sí siempre debe ir acompañado de una obligación. Son dos conceptos que se complementan y que se solapan según por donde se empiece. Si se tiene una obligación, entonces se adquiere un derecho. ¿Imponemos los humanos alguna obligación a los animales? No tan sólo alguna sino que todas para nuestro único y absoluto beneficio. Tendremos que remitirnos a la más remota antigüedad pues sin la fuerza desarrollada por los animales poco hubiese avanzado la humanidad: como animales de tiro en la agricultura, de transporte de grandes pesos y como medio de locomoción. Para nuestro sustento, para nuestra vestimenta y tantísimas otras cosas más, hasta llegar a nuestros tiempos en que se les está utilizando en la experimentación y otras prácticas científicas como conejillos de indias y con el desarrollo de la ganadería y avicultura llamada «intensiva», en la que obviando cualquier capacidad de sentir y de sufrir, se «trabaja con el animal máquina» en busca, tan sólo, de su rentabilidad económica.

¿Se quieren todavía más obligaciones a las que estamos sometiendo a los animales? Pues por qué no se les reconocen los derechos que proclama el filósofo Peter Singer (1946), profesor de ética de la Universidad de Princeton de los Estados Unidos, cuando en su libro Liberación Animal, que funda las bases del animalismo —la más reciente filosofía aparecida—, reclama para ellos un trato ético y llega a justificar unos ciertos derechos parecidos a los de los humanos para que, al no poder expresarse como nosotros, puedan disponer de un abogado que los defienda. Sé que para los incrédulos lo anterior sonará a esperpento; pero es hora ya de que en una sociedad cambiante en costumbres y tecnologías, se empiecen a abrir mentes pues, tarde o temprano, lo que ahora puede considerarse por algunos como ridículo, tendrá su reconocimiento. Sin ir más lejos: el Proyecto Gran Simio, PGS, otra de las teorías de Singer que pide derechos para los grandes simios, ya se presentó —de momento sin éxito— en el Congreso de los Diputados español. (Este artículo de opinión también ha sido publicado en Plataforma Veterinaria editada por el Consejo Autonómico del Colegio de Veterinarios de Castilla-La Mancha).


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