El pollo libertador, 2 - Paco Legarreta

ADDAREVISTA 10

Todo fue tan rápido. Como sue­len ocurrir algunas desgracias. Aquellas hermosas vibraciones de amistad, tan hermosas, entre Bar­tolo y José María se estremecieron cuando el cazador, agazapado, hizo flexionar su dedo sobre el gatillo de la escopeta. Chispas, humos, y cien mil bolas de plomo cruzaron el verde prado. En su camino iban arrasando florecillas, hierbas y, sil­bando, rompían el aire. Bartolo oía un trueno y el tiempo se detenía para él viendo llegar 15 perdigones que, en cámara lenta, rompían sus plumas, su piel y, también, rom­pían sus huesos, pico y corazón. 

El corazón de Bartolo dejaba de latir; pero su mente aún seguía captando imágenes, sonidos..., sen­saciones. Bartolo, plácidamente recomponía los hechos: intuitiva­mente, poco antes del disparo del cazador se había vuelto y, de esa manera, con su corpachón cubrió el cuerpo de nuestro amigo José María. Ahora, Bartolo, no sentía ningún dolor, estaba ausente, ajeno a su propia tragedia. Veíase, a si mismo, tendido; bañado en sangre. Su poderosa pata izquierda adop­taba un ángulo extraño, resultado de las tres fracturas, y, aquel pico, glotón, ya no se reconocía.El humano, a escasos 20, metros se aplicaba en la preparación de un segundo disparo. Había querido ahorrar un cartucho para matar a aquellos dos pollos de un tiro cer­tero. De todos modos -pensaba- el más gordo ya estaba listo. Eduar­do, el cazador, experimentaba el orgullo de tan buena puntería. Su autosatisfacción le dibujaba una sonrisa torcida en su rostro cuan­do sucedió... Inmóvil, como se encontraba, su tiempo también empezó a correr con un ritmo distinto. Tan lento, que el Sol y la Luna se cambiaron cuatro veces en lo alto mientras que, en su reloj, el tiempo ni se movía.

Eduardo continuaba en la misma posición de acecho y disparo cuando, cuatro días después, lo introducían en una ambulancia. Le había llovido; el Sol quemó sus labios, el frío de las noches y los vientos habían cortado la piel de sus mejillas. Como sus párpados no se movieron también tenía dañados sus ojos. Cientos de pajarillos habían defecado sobre él y las hormigas, al estar sobre un hor­miguero, le decoraron sus piernas. En el hospital sabían que aquél era un caso extrañísimo y todos los especialistas, enfermeros y hasta la misma Dirección pasaron por su habitación. La noticia de lo sucedi­do ocupó algunas páginas de los insaciables devoradores de noti­cias: los periódicos.

Una semana después, Eduardo todavía no había abierto la boca; su cuerpo estaba clínicamente bien, pero su silencio y su pasividad arrancaban de muy profundo.El martes  -todos los martes- visitaba el hospital María, una viejecita diferente a la media de las demás personas. Había sido la anterior directora, y, ya jubilada, se dedicaba a lo que había estadohaciendo siempre: defender a todos aquellos que nadie, o, muy pocos, defiendían. Era "una defensora de causas perdidas", tal como la lla­maba el alcalde cuando, cariñosa­mente, quería desacreditarla. María entró también en la habitación de Eduardo para visitarlo.

Sus mira­das hablaron...

-Tú sabes?! -dijo Eduardo- 

Creo que sí. -dijo María-

Ha sido tan duro -musitó Eduardo-

-La verdad duele -contestaron los ojos de María- 

Fue entonces cuando Eduardo comenzó a hablar y hablar relatando a María: había tirado el que fue el último disparo de mi vida, -por­que nunca más lo haré- cuando sentí que aquellos perdigones me herían a mi mismo y sentí tanto dolor que pensé que ya nada podía doler más. Me equivocaba, porque, súbitamente, ya se estaba mezclan­do otra nueva sensación con un recuerdo...: yo conducía alocada­mente, orgulloso de ser tan veloz, tan deportivo. ¡Qué cochazo! entonces vi un perro vagabundo, abandonado, famélico. Esto ocu­rrió hace ya varios años, pero lo viví como si fuese instantáneo. Atropellé a aquel perro y ahora era, yo, aquel perro y sentí aquella angustia de estar sólo, abandona­do, pateado. Veía venir a aquel necio, (que era yo mismo) tras un volante y ¡¡Dios!! Cuando me rompió en mil pedazos, desde la cuneta, moribundo, veía pasar coches y coches... Para mí no había ambulancia, ni médicos, ni perdón, ni compañía...Sentí tanto dolor y culpabilidad. Pero aún había más: ahora, yo, era aquella paloma que, también, atro­pellé una vez en la calle por no disminuir la velocidad. Y dolía, ¡como dolía!. Aunque tal vez me dolía aún más el arrepentimiento, el ser verdaderamente consciente de mis hechos.

A continuación yo era el toro en el ruedo y añoraba mis vacas, mis compañeros, mis olivos, el río... Arriba estaba yo, Eduardo, gritan­do. Pidiendo muerte, sangre, emo­ciones bárbaras. Cuando una ban­derilla me sesgaba la espalda, allí en el tendido pegaba yo un trago de alcohol y celebraba mi propia tortura. Y más tarde, mientras el picador hundía la pica en mi columna, me pasaban una bota de vino y, ajeno a mi propia tragedia exhibía el control del fino hilo del líquido. El colmo del dominio lle­gaba con la estocada final y el des­cabello entre mordiscos al bocadi­llo de chorizo. Aplausos, pidiendo la mutilación de mi propia oreja. La cara de Eduardo estaba húmeda de lágrimas, sus ojos deja­ban traslucir a un hombre más sabio, más sereno...

María y él se miraron. 

Eduardo, siguió hablando: He vivido mil historias a cual más dolorosa. Fue creciendo mi sensi­bilidad, de tal forma y tanto, que sólo respirar ya me dolía, y los latidos de mi corazón me parecían cañonazos. Creí que me volvía loco y ahora, estoy más lúcido de lo que nunca antes estuve. María le sonrió con todo el amor que sentía y no dijo nada. Se aga­chó hacia su bolso y lo abrió. De su interior asomaba el bueno de Bartolo mirando a Eduardo con más amor y perdón del que éste jamás podía imaginar. Cuando la enfermera entró en su habitación, encontró a aquel loco, que había estado siete días sin hablar, acari­ciando un pollo cojo en su regazo. María lo había recogido y cuidado pero no pudo salvar su pata mal­trecha. Más allá del cristal de la ventana..., otro pollo... ¡nuestro amigo José María! que había com­prendido que nunca se acaba de aprender. Descubriendo como aquel pollo gordinflón -Bartolo-, que no entendía las cosas a la pri­mera, ni a la segunda, le había dado una lección de amistad y entrega salvando, con su cuerpo, su vida.

La estatua se la merece Bartolo -pensaba José María-.

Los amigos cazadores de Eduar­do creyeron, que éste se había vuelto loco, cuando ya de vuelta a su casa no sólo dejaba de cazar, sino que, además, en lugar de ven­der sus escopetas -de mucho valor- las rompía y colocaba cajasnido y comederos para los pajarillos que le visitaban en su jardín. Y, enci­ma, para colmo, trataba a cuerpo de rey a un pollo gordo y cojo con el que algunos aseguraban que mantenía conversaciones.

(Paco Legarreta para AdlA. Sopelana. Septiembre de 1992)

 

Ong ADDA  Abril/Junio 1992


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