Del monte al salón - Ken Sewell

ADDAREVISTA 4

Las enseñanzas de un prestigioso etólogo como Ken Sewell, entusiasta miembro de ADDA, autor de una trilogía de libros sobre el perro, conferenciante y articulista en las más prestigiosas revistas y medios informativos en su especialidad, harán que los trabajos que nos vaya presentando, nos abran una serie de interesantes conocimientos.

Bosques y matorrales estivales se transformaban nuevamente en los paisajes helados que anunciaban la llegada de otra inhóspita época fría del Pleistoceno Medio, hace seiscientos mil años. Homo erectus evolucionaba paulatinamente hacia formas arcaicas de Homo sapiens, favorecido por su costumbre de compartir el trabajo y los alimentos y por su técnica de fabricación de hachas de mano. Fue aquel homínido cazador y recolector" quien vio nacer al lobo, de las entrañas del caduco Tomarctus pero con las aptitudes necesarias para afrontar cuantas adversidades le deparaba un entorno sin diseño ni fin durante seis mil siglos, hasta caer víctima de la civilización humana contemporánea.
Su legado, sin embargo, impregna nuestra sociedad urbana con una copiosa descendencia, manipulada estéticamente hasta perder, en muchos casos, toda reminiscencia física de un antepasado común tan destacado. El motivo de la proliferación de la especie canina, mientras su progenitor atávico corteja la extinción, parte de una fecha remota.

Quince mil años antes de nuestra era y después de una larga coexistencia antagónica con el lobo sin intimación positiva alguna, las comunidades nómadas de Homo sapiens debían ya contar con un importánte contingente de lobeznos encontrados esporádicamente en los alrededores de sus dominios. Con el paso del tiempo y debido al aislamiento de su medio social habitual, los más pequeño acusarían modificaciones físicas y comportamentales tendentes a adaptarlos más a la vida, cada vez más sofisticada, de estas sociedades humanas primitivas. Los que eran demasiado mayores para aceptar cambios de semejante magnitud en sus costumbres provocarían conflictos, probablemente de naturaleza agresiva y serían expulsados, comenzando rápidamente a ejercer frente al Hombre la rivalidad cinegética propia de su especie, o bien muertos a golpes «in situ» por sus iracundos amos.
Sea cual fuere el destino de los marginados, dejaban de transmitir sus rasgos a las futuras generaciones de lobos que crecían junto a nuestros antepasados, con lo cual, éstas eran progresivamente depuradas de la violenta intransigencia que tanto recordaba al otrora depredador. De este modo, apareció la divergencia inicial entre perro y lobo, cuya matización atestiguamos hoy en día.

Mientras tanto, el lobo, que jamás había dejado de ser más que un peligro para el ser humano, sufría las consecuencias lógicas de la inaudita expansión de ese implacable adversario milenario que le había robado su esencia. Su única aportación a nuestro bienestar habían sido sus vastagos. Si precisamente elegimos aprovechar estos hallazgos fortuitos era, al principio, por la novedosa inofensividad que representaban. Fruto de la coincidencia geográfica y, también, de la competencia carnívora que estimulaba el interés de los lobos en los olores que procedían de los campamentos, la convivencia tardó poco en mostrar la facilidad con que brotaba una interacción social beneficiosa para ambas especies. La territorialidad innata del lobo lo convertía en buen vigía. La jerarquía que imperaba en lajnanada predisponía a los que habían sido seleccionados para permanecer en la comunidad a acatarse a las exigencias de superiores humanos. El tamaño del animal lo hacía manejable y la atracción natural que sentía por las mismas presas que el Hombre permitía su incorporación en las cacerías.
Al volverse sedentarios los campamentos, por la nueva actividad de cría de ganado que emprendía el ser humano en vista del significativo ahorro energético que suponía en comparación con la caza, el descendiente del lobo salvaje debía aprender a inhibir sus arranques asesinos con los ungulados que antiguamente había muerto a dentelladas. Una solución de compromiso conductual dio como resultado el perro pastor, arrastrado hacia la persecución de la res separada del grupo por inercia genética, frenado en el momento del ataque por un aprendizaje reciente proferido por una ya reconocida autoridad.

El posterior desarrollo de la vida humana implicó una mayor influencia sobre el perro y con la vertiginosa transformación de su entorno, sin que él contara con una cultura transmisible para redicir el impacto, llegó la abrupta intensificación de su presión. Cuando el perro era doméstico, no vivía apartado del único mundo que conocía. Solamente se habían encauzado determinadas facetas de su comportamiento para hacerlas más útiles para el ser humano; su libertad era, pues, condicional. El perro de compañía, no obstante, inserto en un contexto totalmente divorciado del histórico, padece el agobio del más completo confinamiento. Su peso específico en la sociedad urbana actual obliga a reorganizar esta situación, para evitar que su presencia entre nosotros se convierta en penitencia, para ambos.
La observación del libre intermedir, por ejemplo, una distancia «prudencial» entre los lugares habituales de descanso de animales cuyos rasgos jerárquicos colindan. El espacio, nuevamente, actúa de modo decisivo, al impedir que situaciones cargadas de tensión se produzcan con excesiva frecuencia, lo cual conllevería al desencadenamiento de confrontaciones relacionadas con la comida y el sueño. La proximidad constituye una amenaza y la repetición de enfrentamientos claves en la supervivencia del individuo potencia la exageración de su respuesta. La ausencia de limitaciones del movimiento corporal induce a la resolución energética mediante el ejercicio físico, en tanto que la reclusión exacerba la crispación, pudiendo volver crónica la hiperactividad mal denominada «nerviosismo».

El perro de compañía, anacrónico y anatópico en su cárcel de cemento, con una temperatura de ambiente humano que lo hipersensibiliza al ejército de olores penetrantes que lo acosan sin cesar, mientras dispone de un espacio quizá adecuado para moverse, pero carente durante la mayor parte del día de estímulos que le inciten a hacerlo, padece una angustia que desconoce paliativos congénitos: la soledad.
El lobo sólo abandona la manada a una edad avanzada, y no siempre. Durante su infancia, adolescencia y madurez, está continuamente acompañado y obra coordinadamente con los demás. Por una parte, comprobamos las costumbres, ya hechas leyes durante seiscientos mil años, del lobo activo y social. Por otra, sometemos a un descendiente suyo, que desde hace muy pocas generaciones experimenta la dureza del asfalto, a una imposición extrema, incompatible con su bienestar: el aislamiento. Es cierto que esta abstinencia obligada nos resulta halagadora al traducirse en desbordada efusividad cuando llegamos por la noche dispuestos a poner fin a su triste condena cotidiana. Pero tendríamos que preguntarnos con qué derecho pretendemos abortar una trayectoria que, desde tiempos inmemoriales, se ha consolidado en la libertad y si realmente somos conscientes del precio que le exigimos para perpetuar su contribución decorativa y anímica a nuestras a veces monótonas vidas urbanas.
Cabe mencionar también el ogro de la pedagogía tradicional, que sistematiza el uso de fenómenos justificados en estado natural pero siempre contraproducentes cuando se trata de adecuar el comportamiento de un perro de compañía a los requisitos del hogar. El dolor físico y la angustia provocada por la amenaza del dolor sirven para advertir de una anomalía orgánica o conductual. Al desnaturalizarse, obra del pedagogo inexperto, el resultado puede oscilar entre un desmesurado temor ante ciertos aspectos de su contexto y una contundente respuesta agresiva ante ellos.

La causa estriba en la eterna contienda jerárquica del lobo y en sus divisas; la agresividad de dominancia y, su contrapartida, la sumisión. Ambas se ritualizan cuando el territorio de la manada abarca treinta o cuarenta kilómetros de monte, de modo que la poca intensidad de sus manifestaciones impide que se produzcan desenlaces lamentables.
Es evidente que el dolor y la amenaza pueden causar estragos en la convivencia hogareña que, como promedio, se desarrollará sobre un escenario de cien metros cuadrados.
Soluciones hay, aunque casi siempre son de compromiso. Ahoi bien, para tener acceso a ellas, hay que buscarlas y ponderarlas. La variopinta estética del perro de con pañía gratifica con una ojeada. La comprensión de su comportamiento requiere algo de esfuerzo. Dicho sea de paso que al animal norma mente le sirve de muy poco ser guí po. En cambio, si recibe el trato qu merece, esa ya es otra historia.

 

Ong ADDA   -Octubre/Diciembre 1990


Relación de contenidos por tema: Conservacionismo


Temas

Haz clic para seleccionar