Amposta y sus fiestas crueles - Mónica Sánchez y Miguel Sánchez

ADDAREVISTA 22

La capital de la comarca más meridional de Cataluña, Amposta, se ha distinguido en la última década, tiempo que lleva en vigencia la ley autonómica catalana de marzo de 1988 para la protección de los animales, por su beligerancia ante cualquier administración o colectivo que se manifestase en contra de la utilización de toros en los festejos de la ciudad. Con el alcalde a la cabeza, el convergente Joan Maria Roig, y casi al grito de todos a una, se han opuesto a cualquier cambio en las actividades de su fiesta mayor (entorno al 15 de agosto) que contemplan durante alrededor de 10 días seguidos: toros embolados, toros atados por los cuernos (ensogados o capllaçat) y vaquillas. De ello se encargan numerosas peñas taurinas y no pocos patrocinadores, la mayoría comercios de la ciudad. Todo ello puede darnos una idea de lo muy arraigado que está, en este lugar y en la zona del Baix Ebre catalán, la diversión asociada a los toros, lo que les ha llevado a enfrentarse con la mismísima Generalitat de Catalunya.


Una voz muy amable, nos informa al llamar al ayuntamiento de Amposta de todas las actividades y horarios relacionados con los toros y no tarda en asegurar: ¡Por supuesto a los animales ni se les tortura ni se les mata! Incluso nos dice que en los últimos años se traen al pueblo tres toros para que se turnen durante los festejos. Un alivio para ellos sin duda. Al llegar a la ciudad, un caluroso fin de semana de agosto de 2000, comprobamos rápidamente el dicho de ¡sin toros no hay fiesta!. Y es que el pistoletazo de salida de la fiesta mayor de Amposta es la llegada de los tres toros a la ciudad transportados en camiones y dentro de estrechos cajones. Las peñas amenizan el recorrido por las calles del municipio con la entrega de helados a los niños. Dulce forma de iniciar a la crueldad desde bien pequeños como lo más natural del mundo.


CRUELDAD NOCTURNA: EL TORO DE FUEGO

El primer plato fuerte será a las doce de la noche. Toda una zona de calles cuadriculadas se encuentra vallada, las puertas protegidas con tablones y las esquinas bloqueadas con camiones. Algo excitante va a ocurrir. Un gran número de personas, familias enteras, se va aproximando a la zona. Al cabo de pocos minutos prácticamente no queda lugar en escaleras, gradas, balcones o portalones donde resguardarse. Los más osados pasean tranquilamente por las calles. La mayoría de los presentes visten camisetas, pantalones cortos y calzado deportivo. Los niños preguntan a sus madres los más nimios detalles. Cuando está a punto de dar la medianoche un camión se acerca a lo lejos. Los faros que le alumbran son las únicas luces potentes del lugar. Las farolas de las calles han sido apagadas. Se puede adivinar la carga: un toro dentro de un estrecho cajón. Finalmente el camión se para en el cruce de lo que parece ser la calle principal. Con la lentitud y, a la vez, precisión de una grúa, el cajón con el toro en su interior es transportado desde el camión al centro de la calle. Un gran número de jóvenes, sin duda los más temerarios, lo envuelven impacientes. Tras una serie de tareas de los encargados del camión parece que todo está preparado. Se coloca otro cajón delante del que contiene al toro y se preparan unos extraños utensilios. Los espectadores contienen la respiración. De repente se abre la portezuela y el toro surge de su celda con una fuerza brutal. Una cincuentena de personas se le abalanzan encima e intentan contener su desesperada furia. Los expertos “emboladores” le colocan el armatoste en los cuernos y entre bandazos del animal, que se resiste con todas sus fuerzas, consiguen prenderle fuego. Una luz brillante alumbra al toro en el fondo de la oscuridad que le envuelve y, aturdido, comienza su alocada carrera. A izquierda y a derecha lanza derrotes mientras algunos petardos, para aumentar su terror, suenan a su alrededor. No hay salida. Gira de nuevo por una de las calles cortadas y a su llegada suenan los gritos de asombro de niños y mujeres. Todo el mundo está allí, mientras el toro corre sin rumbo de un lugar para otro. El toro deambula perdido y desorientado por las calles; la gente corre delante y tras de él como si fuese un ser temible al que por diversión y en pago de no se sabe qué, hay que arrastrar tirado de una cuerda fijada a sus cuernos.

Al cabo de una hora, los niños ya empiezan a dar muestras de cansancio, las mujeres recuperan sus conversaciones, los hombres vuelven aburridos de dar vueltas. Y, mientras, el toro sigue, extenuado, su huido hacia ninguna parte. Caminando prácticamente, sin saber hacia dónde embestir, acaba siendo reducido en un rincón. Los “expertos” vuelven a tomar las riendas de la situación. Apagan el fuego y vuelven a atar al astado por los cuernos. El cajón espera de nuevo a su invitado. Fácilmente es, de nuevo, introducido en el camión y toma el camino hasta donde se encuentran sus hermanos. Tal vez pueda avisarles de lo que les espera.

CRUELDAD MATUTINA: EL TORO ENSOGADO

Siete horas después, mientras amanece, una de las plazas de la localidad se encuentra a reventar. Ni el trasnochar anterior les hace evitar el madrugón. Allí están todos. Segundo acto. Otro toro atado por sus cuernos con largas cuerdas es arrastrado por las calles hasta que ya, sin fuerzas, sea dirigido hasta el matadero. Ha tenido peor suerte. O nó. Porque a los otros aún les quedan nueve días hasta que les llegue este calvario tan inmerecido. La tortura por diversión es la más cobarde forma de actuar del hombre. Y todo esto se produce amparado por una ley que presumió de ser la primera en España y que lleva el nombre de Protección de los Animales.

La chiquillería corre precediendo a la llegada del toro. La falta de sensibilidad impuesta mediante tradiciones sueles a los más pequeños – para que de mayores puedan continuar el festejo y no se pierda la tradición – es un grave atentado para su desarrollo futuro y madurez respetuosa con la naturaleza y los animales.


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