¡Qué humana es Coria!. - Ken Sewell

ADDAREVISTA 7

El hecho de que una fiesta sea considerada de interés turístico siempre obedece a un interés polí­tico y privado en obtener beneficios al atraer bolsillos repletos de otros lugares a desembuchar en el lugar de los acontecimientos lúdicos. La economía de un pueblo y, por tanto, del individuo constituye el primer aspecto de la supervivencia que debe resolverse si se aspira a al­canzar el nivel de tranquilidad imprescindible para disfrutar de cier­to bienestar, porque todos, eviden­temente, necesitamos que nuestros requisitos mínimos estén cubiertos para tener la posibilidad de ser felices.

Desde el amanecer del sedentarismo humano y consiguiente almace­namiento de alimentos, el dinero tiene como función primordial fa­cilitar la adquisición no solamente de comida sino también de como­didades inicialmente supérfluas, productos del superávit.

El poder político asume el come­tido de fomentar y administrar del modo más beneficioso posible la economía de la comunidad y aquí se trata de establecer si la actuación de las autoridades defensoras de las fiestas de ética cuestionable obra en beneficio real del pueblo o no.

En primer lugar, la asistencia de personas de pueblos vecinos supo ne un incremento en el contenido de las arcas particulares y municipales. Por otra parte, la popularidad de los oficiales del ayuntamiento, mientras no sepan diseñar un programa tu­rístico más rentable, debe depender parcialmente de su apoyo manifies­to a lo que hay. Son dos tipos de in­terés perfectamente justificables, al menos a primera vista. Sin embargo, si consideramos la situación con mayor detenimiento, en seguida nos damos cuenta de que ambas posturas padecen del mismo grave mal: son totalmente primarias. En otras palabras, no toman en cuenta más que el presente, es­tán enfocadas exclusivamente a un ingreso inmediato. La verdad es que me gustaría sa­ber la cuantía de la recaudación en el período de estas fiestas... sólo por curiosidad... porque esa cifra ha de ser muy elevada. No creo que na­die hipotecara su imagen, la de su pueblo y, lo más importante, la cul­tura de la juventud por una mise­ria.

En el fondo, supongo que los res­ponsables políticos no se dan cuenta de las repercusiones negativas que implica exponer a los jóvenes a se­mejantes espectáculos. Y, mientras no dudo de que los más pequeños sentirán cierta vergüenza si, en su adolescencia, oyen nombrar aque­lla fiesta, la de su pueblo, donde presenciaban «lo del toro» desde el regazo de sus padres, me gustaría mucho poder contribuir con mi gra­no de arena a la aceleración del pro­ceso de culturización. Cultura significa información, nada más. Profundamente arraiga­do en el mismo reino que el toro, el reino animal, el ser humano goza de un privilegio único: poder apren­der de la experiencia ajena; en virtud de lo cual, someto al criterio del lector mis vivencias al respecto de los entretenimientos que ocasionan torturas a los animales. En toda Europa y Estados Uni­dos, lugares donde el ciudadano medio goza de cierto bienestar eco­nómico y cultural, los grupos mi­noritarios y aislados que se dedican porque todos atenían en mayor o menor grado contra la sensibilidad, ese don de la natura­leza que potencia la discriminación entre lo que es beneficioso y lo que es perjudicial.

El nivel educativo también es fun­damental en todos los aspectos del comportamiento humano, ya que contrarresta la violencia generada por la impotencia. Este mecanismo de descarga no actúa de forma es­pecífica. El fracaso emocional o la­boral crónico puede perfectamente encontrar un desahogo momentá­neo en cualquier acto de crueldad mientras que, con la preparación necesaria para afrontar y resolver la causa del sufrimiento, éste cede ante la satisfacción del dominio de la si­tuación. Estas observaciones perfilan otra realidad de la típica fiesta con ani­males. Los máximos protagonistas sobre el terreno siempre son cuatro: los menos preparados para la vida, digamos, moderna. Violentos, a ve­ces alcoholizados o drogados, estos chavales no pueden rechazar la in­vitación municipal a exponerse compulsivamente en nombre del va­lor una vez al año. Si sale bien, es relativamente fácil «ser alguien». No hacen falta ni conocimientos ni disciplina. El único requisito es la desorientación, acompañada de su más notorio vástago: la angustia vital.

Estuve en la ciudad de Coria el pasado día 24 de junio, para ver cómo era esta fiesta de interés tu­rístico nacional. Mis conclusiones son las siguientes: Los Caurienses que conocí, y conocí a bastantes, eran personas extraordinariamente abiertas y hospitalarias. Me acom­pañaron, me enseñaron, me expli­caron... tan favorable fue la impre­sión que me causaron que decidí es­cribir este artículo en parte para pagar mi deuda de gratitud con ellos, aunque esta motivación qui­zás no sea inmediatamente recono­cible en el texto.

El pueblo en sí tiene belleza y ri­queza histórica, apreciables inclu­so bajo el sol de justicia que man­tenía la temperatura diurna a 40° C. Ahora bien, si estuviera aconsejando a un amigo que tuviera interés en conocer la zona, le reco­mendaría que pasara olímpicamen­te de llegar durante las fiestas. En esta época, el ambiente es extraño, a horcajadas entre la Baja Edad Media y la civilización moderna que no acaba de llegar del todo. En una palabra: cutre, como la imagen de un indígena que viste una camiseta de poliéster.

Cuando sale la víctima de la fies­ta a la plaza del ayuntamiento, mu­chos adolescentes (y no tan adoles­centes) le tiran dardos de fabrica­ción casera al cuerpo. Estos proyectiles están compuestos por un alfiler inserto en un cucurucho de papel de unos quince centímetros de longitud. Se introducen cuatro o cinco perdigones para aumentar la navegabilidad del conjunto, que se compacta con cera derretida, y ya está. El dolor ocasionado, que se traduce en movimientos bruscos y repetidos del animal, depende del grosor de su recubrimiento protec­tor de grasa. Por supuesto, siempre hay quien apunta a los ojos, a la cara y a otras partes especialmente vulnerables, desde el anonimato.

Después de media hora aproxi­madamente, se abren las puertas de la plaza del ayuntamiento y el toro recorre libremente las calles duran­te un par de horas más o algo así, hasta que uno le pega un tiro en la frente con una escopeta y una enor­me excavadora de color amarillo re­coge su cadáver con la pala y se lo lleva. No hay más. Así acaban seis toros. Mientras el toro estaba por las ca­lles, la inmensa mayoría de la gen­te adoptaba actitudes de espera no relacionadas con el desarrollo de la acción. Reinaba una especie de cumplimiento; no se respiraba en­tusiasmo. Los grupos formados, copa en mano en las entradas de los bares, conversaban de asuntos co­tidianos. El toro estaba muy lejos en todos los sentidos. Se exponía únicamente quien necesitaba hacer­lo: esos cuatro, que condicionaban con su triste ejemplo a corazones in­genuos.

¿Que la corrida corriente es más cruel...? Estoy de acuerdo, pero no por ello deja de parecerme estúpi­do basar la defensa de un acto per­judicial en el hecho de que existe uno aún peor. Nadie que no esté vinculado económica o visceralmente con el asunto profiere apo­logías tan poco inteligentes. Si­guiendo este razonamiento, llegaría­mos a: «¡No se enfade tanto, hombre!» Si precisamente he viola­do a su hija menor es porque sabía que la mayor padece de hiperten­sión. Personalmente, y admitiendo que no existe un orden preestable­cido en el mundo, prefiero aportar algo para que algún día lo haya que no al revés.¿Se necesita el dinero de las fies­tas para mejorar la educación de los niños? Sólo un embustero ofrecería semejante disculpa. ¿Acaso recoge­ría Vd., un billete si el mundo ente­ro le advirtiera de que era portador de un cultivo virulento? Ni que fue­ra de diez mil pesetas... por mucha necesidad que Vd. tuviera. Y si lo hiciera, ¿qué pensarían los que le vieran llevarlo a su casa, el hogar de sus seres supuestamente queri­dos? El ejemplo arrastra. La irrespetuosidad hacia cualquier forma de vida arrastra a la falta de respeto ante nuestra propia especie. Y ya me dirá Vd., de qué nos sirven nuestros esfuerzos si no acaban al servicio de una vida más placentera para todos. Es probable que vuelva a Coria, para tomar contacto de nuevo con personas tan agradables como las que me acogieron espléndidamen­te durante mi primera visita. No obstante, tengo una cosa muy cla­ra. La próxima vez, quiero ver a toda la gente en su salsa, no como si estuviera aburriéndose en la cola de una carnicería.

Desde luego, sé cuáles son las fe­chas que debo evitar... la semana cutre, cuando los políticos involu­crados, únicos artificies de la impre­sión totalmente errónea que el res­to de España tiene de Coria, hacen obsceno alarde de su falta de visión de futuro. Porque durante las fies­tas de San Juan, esa gente, y no los verdaderos Caurienses, es... es Co­ria.


Relación de contenidos por tema: Fiestas populares crueles


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