Tesoros perdidos - Carmen Méndez

ADDAREVISTA 6

En los últimos siglos infinidad de especies han sido extinguidas. Ninguno de los cinco continentes ha escapado de la desaparición de muchas, o algunas, de sus especies autóctonas, debido a la interferencia —directa o indirecta— del hombre. Implacables cazas, persecuciones, modificación y destrucción de sus habitáis los han arrastrado —y, lo que es peor, sigue arrastrándolos—, a la extinción. Porque la lección sigue sin ser aprendida. Probablemente antes de llegar al año 2000, más especies habrán sido borradas del planeta.

Muchas han sido, y siguen siendo, las causas que han originado lo ya irremediable: abusos desmesurados en la captura para la alimentación, ritos y supersticiones, comercio, capricho, trofeos y coleccionismo, fobias y temores, caza, introducción de animales no autóctonos, etc. etc. Demasiadas son las presiones que los animales deben sufrir, y soportar, por parte del hombre hasta que, irremediablemente, sucumben y son desterradas para siempre de nuestro, común, planeta. Cada desaparición es un eslabón más, perdido, en el complejo equilibrio de nuestro ecosistema y, por lo tanto, un tesoro irrecuperable. Lo que la mente humana, con alevosa ventaja y astuta habilidad, ha sido capaz de destruir es incapaz, con toda su inteligencia, de volver a recrear, despojando a la naturaleza de una maravilla más.

LAS DOS COLONIAS MAS ABUNDANTES: LA PALOMA MIGRADORA Y EL BÚFALO

La invasión, y conquista, de los euorpeos en América del Norte fue uno de los peores impactos para el ecosistema americano. La caza de animales, tala de bosques y destrucción de hábitats naturales, desencadenó la desaparición de muchas especies autóctonas, quedando otras gravemente amenazadas o en peligro de extinción.

La paloma migradora americana había sido una de las aves más numerosas del mundo que jamás haya existido. Cuando volaban en bandada oscurecían el cielo. Se calculaba que en una sola bandada volaban cientos de millones. Los expertos estimaban su numerosa población en más de ¡tres mil millones! de palomas. Se las perseguía como alimento y también por diversión organizándose grandes matanzas masivas. En 1879 sólo en el estado Michigan se dieron caza a mil millones de ellas. Padres, polluelos y huevos eran implacablemente exterminados, en tanto que desaparecían también los bosques caducifolios en los que habitaban. Cuando se vio que su población disminuía en proporciones alarmantes y se intentó tomar medidas para protegerlas, la gente se burló de ello. Eran tan abundantes y se reproducían tan fácilmente —decían— que era imposible que nunca llegarana extinguirse. Hacia 1850 su localización era mínima. En 1907 se vio el último ejemplar en libertad. En 1900 un ejemplar en cautividad «Martha» sobrevivía en el zoo de Cincinatti hasta que en 1914 ese último ejemplar vivo moría en el mismo zoo. Lo que parecía que nunca se podía agotar, pasó al archivo de los «desaparecidos». A la eternidad.

Las distintas tribus de indios de Norteamérica, aparte de representar una escasa presión para la tierra, mantenían un código ético de comportamiento frente a la naturaleza. Valoraban lo que la tierra les daba, y sólo tomaban de ella lo necesario para vivir y alimentarse. Todas las especies convivían en armonía: animales y pueblos autóctonos.

Otra de las especies más abundantes de las que se tiene constancia, era la del búfalo americano, al que los indios sólo mataban para comer. Su área de extensión abarcaba desde Alaska hasta Nuevo Méjico y en sus periódicas migraciones se desplazaban en manadas de millones. Con la llegada de los colonizadores europeos esta especie fue puesta al borde de la extinción. Primero se empezó a matar por su
carne, para seguir, más tarde, eliminándolos como acción política represiva contra los indios, ya que el búfalo tenía un enorme significado en su subsistencia. Todo lo que provenía de este animal era aprovechado por su pueblo: carne, piel, huesos y ligamentos. La dependencia que mantenían con estos animales implicaba que los indios se desplazaran también siguiendo las grandes manadas. Las matanzas de búfalos, por parte de los «nuevos americanos» fue degenerando hasta convertirse en una masacre. El famoso «Buffalo Bill» —héroe infantil de aventuras— llegó a matar 250 búfalos en un solo día. Los cadáveres de estos animales se pudrían en las praderas, y los trenes que cruzaban por ellas tenían que cerrar las ventanillas a causa del hedor de los cuerpos en putrefacción. Se llegó al irracional extremo de cazarlos para aprovechar tan sólo su lengua, considerada como un bocado «delicioso». El resto de sus cuerpos era desechado en las mismas praderas que habían habitado. En 1889 quedaban 541 ejemplares de los casi 50 millones que se había calculado que existían. Fue rescatado de la extinción justo antes de que hubiera sido irreversible su recuperación.

LA VACA MARINA DE STELLER. UN FUGAZ DESCUBRIMIENTO.

Una de las extinciones más rápidas provocadas por la acción directa de la caza del hombre, lo constituye la vaca marina que habitaba en las aguas del mar de Bering. Su localización, fue debido al naufragio de la expedición mandada por el capitán Vitus Bering en 1742, y sirvió para la propagación de la noticia de la riqueza en pieles que existía en esa zona. Hasta el año 1763, en que habían desfilado 19 expediciones en busca de pieles agotando prácticámente la especie, habían pasado tan sólo 21 años. A partir de 1763 eran tan escasos los ejemplares que se tuvo que renunciar a su caza. Ya no era rentable. Y seis años más tarde desaparecía definitivamente.

Los tres ejemplos: paloma migradora, búfalo y vaca marina, han sido seleccionados de la larga lista de desapariciones no tan sólo por simbolizar tres elementos identificables de la vida: tierra, mar y aire, sino también para definir la destructiva e irracional conducta del depredador humano, único habitante incapaz de respetar, regular y administrar su patrimonio vital. No satisfecho con la alimentación, que toma de sus cuerpos, persigue con insaciable diversión y placer la persecución, la tortura y el esquilmamiento. Cantidad, fuerza o tamaño y dificultades en distancia, o navegación, para ir en búsqueda de su caza, no han sido ningún obstáculo para impedir la consumación del biocidio —crimen contra las especies— de forma sistemática y tenaz. Guiado por esa capacidad y habilidades destructivas, como ninguna otra especie, el animal más inteligente de la tierra derrochó su insensatez en poner punto final al ave más numerosa del mundo —la paloma—, condenó y venció la fuerza, el tamaño y el símbolo de un pueblo hasta dejarlo al borde de la extinción: el búfalo y ha conseguido, también en un tiempo récord, la aniquilación de otra de las especies —27 años—: la foca marina de Steller. ¡Tres páginas negras para el «Guinnes» histórico de la rapacidad humana!

PERO...¿HEMOS RECTIFICADO?

La última lista del Convenio Internacional de Especies Protegidas, CITES, nos indica que 425 especies están en peligro de extinción inmediata. A pesar de los esfuerzos que se realizan, la realidad está demostrando que, con tan sólo la voluntad y el trabajo de unos pocos, los resultados están siendo prácticamente nulos, ya que el poder de destruir supera, en mucho, a los esfuerzos encaminados por defender y conservar. Las sanciones, o condenas, que caigan, o debieran caer, sobre cazadores, traficntes y comerciantes no eximen que la gran culpabilidad moral recaiga en el consumidor al aceptar y comprar estimulando así la continuidad del mercado. El que tráfico y el expolio de animales se detenga sólo depende de quien lo fomenta. En la mayoría de los casos el desencadenante de la tragedia se inicia en nuestras costumbres y antinaturales deseos, lujos y posesiones.

Adquisiciones aparentemente inofensivas y sin trascendencia, motivadas por nuestros hábitos sociales —acompañadas del derroche de nuestro poder adquisitivo— como pueden ser la compra de un bolso de yacaré (caimán), lagarto o serpiente, las gafas con montura de carey (tortuga marina), abrigos de piel, consumo de ancas de rana y sopas de tortuga, son la causa del exterminio. O creyendo que son pequeñas debilidades anónimas sin la menor trascendencia como el deseo de determinada ave exótica, aquel tití ¡tan pequeñito! o el reptil que parece más enigmático o atrayente. Porque estamos convencidos que nos gustan los animales: especialmente el perro de nuestra casa o el oso panda que parece un peluche y resulta muy atractivo. Creer que con ese sentimiento compasivo es suficiente conformarse sin trascender en más, es tanto como apostar, con los ojos cerrados, por el fin de muchas especies de animales. Porque, no lo olvidemos: todo el comercio, tráfico, crueldad que han de sufrir los animales y peligro de extinción de determinadas especies, se sustenta, de principio a fin, sobre esa aparente base inocente y colectiva.

Compartir sin dominar, respetar sin avasallar, educar nuestros sentidos a favor y no en contra de la naturaleza, ver mucho más allá de lo que nuestra vista alcanza y prever las consecuencias que nuestras pequeñas acciones pueden desencadenar, son los primeros pasos que debemos aprender a practicar, día a día, para acortar el vacío que hemos interpuesto entre nosotros y los demás seres de este planeta. Somos nosotros quiénes tenemos necesidad de ellos; quiénes en definitiva no están protegiendo. Sin su presencia no habrá ningún futuro para la Tierra. 


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